Esta es una página de difusión de la Fe Cristiana a la luz del Magisterio de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.

«Es impensable que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al Reino sin convertirse en alguien que a su vez da Testimonio y Anuncia». (B. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, nº 24)
.SAN TARSICIO.

«Estamos en los primeros siglos de la historia de la Iglesia; más exactamente en el siglo III. Se narra que era un joven que frecuentaba las catacumbas de San Calixto, en Roma, y era muy fiel a sus compromisos cristianos. Amaba mucho la Eucaristía, y por varios elementos deducimos que probablemente era un acólito, es decir, un monaguillo. Eran años en los que el emperador Valeriano perseguía duramente a los cristianos, que se veían forzados a reunirse a escondidas en casas privadas o, a veces, también en las catacumbas, para escuchar la Palabra de Dios, orar y Celebrar la Santa Misa. También la costumbre de llevar la Eucaristía a los presos y a los enfermos resultaba cada vez más peligrosa.
Un día, cuando el Sacerdote preguntó, como solía hacer, quién estaba dispuesto a llevar la Eucaristía a los demás hermanos y hermanas que la esperaban, se levantó el joven Tarsicio y dijo: «Envíame a mí». Ese muchacho parecía demasiado joven para un servicio tan arduo. «Mi juventud -dijo Tarsicio- será la mejor protección para la Eucaristía». El Sacerdote, convencido, le confió aquel Pan Precioso, diciéndole: «Tarsicio, recuerda que a tus débiles cuidados se encomienda un Tesoro Celestial. Evita los caminos frecuentados y no olvides que las Cosas Santas no deben ser arrojadas a los perros, ni las perlas a los cerdos. ¿Guardarás con fidelidad y seguridad los Sagrados Misterios?». «Moriré -respondió decidido Tarsicio- antes que cederlos».
A lo largo del camino se encontró con algunos amigos, que acercándose a él le pidieron que se uniera a ellos. Al responder que no podía, ellos -que eran paganos- comenzaron a sospechar e insistieron, dándose cuenta de que apretaba algo contra su pecho y parecía defenderlo. Intentaron arrancárselo, pero no lo lograron; la lucha se hizo cada vez más furiosa, sobre todo cuando supieron que Tarsicio era cristiano; le dieron puntapiés, le arrojaron piedras, pero él no cedió. Ya moribundo, fue llevado al Sacerdote por un oficial pretoriano llamado Cuadrado, que también se había Convertido en cristiano a escondidas. Llegó ya sin vida, pero seguía apretando contra su pecho un pequeño lienzo con la Eucaristía. Fue sepultado inmediatamente en las catacumbas de San Calixto.
El Papa San Dámaso hizo una inscripción para la tumba de San Tarsicio, según la cual el joven murió en el año 257. El Martirologio Romano fija la fecha el 15 de agosto y en el mismo Martirologio se recoge una hermosa Tradición oral, según la cual no se encontró el Santísimo Sacramento en el cuerpo de San Tarsicio, ni en las manos ni entre sus vestidos. Se explicó que la Partícula Consagrada, defendida con la vida por el pequeño Mártir, se había convertido en carne de su carne, formando así con su mismo cuerpo una única Hostia Inmaculada ofrecida a Dios.
Probablemente a nosotros no se nos pedirá el Martirio, pero Jesús nos pide la fidelidad en las cosas pequeñas, el recogimiento interior, la participación interior, nuestra Fe y el esfuerzo de mantener presente este tesoro en la vida de cada día. Nos pide la fidelidad en las tareas diarias, el testimonio de su amor, frecuentado la Iglesia por convicción interior y por la alegría de Su Presencia. Así podemos dar a conocer también a nuestros amigos que Jesús Vive.
Que el ejemplo de San Tarsicio (...) nos impulse cada día a amar a Jesús y a cumplir Su Voluntad, como hizo la Virgen María, Fiel a Su Hijo hasta el final» (Benedicto XVI, Obispo Emérito de Roma, 4-8-2010).
«Señor y Dios nuestro, que engalanaste a Tu Iglesia con el Martirio Glorioso de San Tarsicio, Concédenos, que siguiendo sus huellas, como él siguió las de la Pasión de Tu Hijo, podamos llegar a la Felicidad Eterna» (Misal Romano), amándolo cada día más en Su Presencia Real en nuestros Sagrarios, y recibiéndolo digna y amorosamente en cada Eucaristía. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Semper Mariam In Cordis Tuo.

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