Esta es una página de difusión de la Fe Cristiana a la luz del Magisterio de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.

«Es impensable que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al Reino sin convertirse en alguien que a su vez da Testimonio y Anuncia». (B. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, nº 24)
.Nadie es Profeta en su tierra.

Podemos verlo, primero, desde nuestra relación con los demás: así nos pasa a nosotros, muchas veces, cuando enamorados de Dios queremos compartir con alegría ese amor con nuestros semejantes, especialmente con nuestra familia y amigos. "¿Éste quién es?", "¡Pero si yo lo conozco, estudiamos juntos!" "¿No es el que vive aquí a la vuelta?" ¡Pero si ni títulos tiene!" Y así se acumulan los argumentos...y las excusas para no escuchar.

Hasta aquí, puede decirse que es doloroso en muchos casos, pero si lo analizamos con los ojos de la Fe, nos damos cuenta que el mismo Señor nos está ofreciendo la oportunidad de asemejarnos a Él, de llevar la Cruz de la incomprensión, del desprecio, de la burla, tanto más dolorosa, cuanto más cercana a nosotros es esa persona. «Si todavía un enemigo Me Ultrajara podría soportarlo...pero tú, Mi compañero, Mi íntimo, con quien Me unía una dulce intimidad en la Casa de Dios» (Sal. 54, 13-15), Profecía referida a Judas, y que nos deja ver la amargura del Corazón de Cristo ante la traición de alguien tan Amado.

Pero hay otra cosa que puede suceder y de ella hemos ciertamente de preocuparnos. Desde nuestra relación con Jesucristo: nosotros, como hijos adoptivos del Padre, somos Sus hermanos y por tanto, también sus parientes. Y nuestro corazón es Su casa, y nuestra vida Su patria.
¿Cuál es, pues, la reacción de Jesús al vernos? ¿Sonríe, viéndonos cargar con Paciencia y Alegría nuestra Cruz de cada día? ¿Se siente feliz de entrar en nuestro corazón e impregnar nuestra alma con Su Divinidad en cada Eucaristía? ¿Nos mira con agrado, cuando escucha nuestra oración?
¿O se maravilla, de que luego de escuchar Su Palabra, ver Sus Milagros, de recibir el regalo de Sus Sacramentos, de ver el Evangelio vivido en la vida de innumerables Santos, de recibir el grandioso regalo de una Madre, como María Santísima, todavía encuentra en nuestro corazón la duda, el temor de su abandono, las dudas de si escuchará o no, nuestra oración? ¿Se maravillará de ver nuestra poca Fe, nuestra poca Paciencia, nuestra poca Alegría, nuestra poca Esperanza? ¿Entristeceremos Su Corazón, aún, con nuestras murmuraciones, rencores, odios, chimenterío...con nuestra falta de Caridad?

Pidamos al Señor que nos regale un Corazón como el Suyo: Compasivo, lento para la ira y rico en Misericordia (Sal. 103, 8). Que no nos cansemos nunca de sembrar la semilla de Su Palabra, para que Reine en nuestros corazones, y sea Él Quien recoja los frutos para Su Mayor Gloria. Amén.

Semper Mariam In Cordis Tuo.

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